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Cine in the Jar

Cine in the Jar - portada - OYR

Redes, música y películas: pequeñas anécdotas sobre las instituciones

17/02/2024

Cada día, a cada momento, el universo digital propone algún nuevo tópico que se replicará con más o menos variantes en todos los medios de comunicación (que tienden a converger a su vez en el universo digital de manera exclusiva) construyendo una pared de ruido blanco que aturde y parece infranqueable. El viejo lema de Roger Stone, artífice de gran parte de los triunfos republicanos en los Estados Unidos desde los tiempos de Richard Nixon al día de hoy, es la consigna que parece seguirse al pie de la letra. En  Get Me Roger Stone, el documental del 2017 que puede verse por estos días en Netflix, el mismo Stone hace gala de una catarata de axiomas que se escuchan hoy por doquier, siendo el principal de ellos aquel que reza, desde allá lejos y hace tiempo, que “peor que hablen de uno, es que no hablen”. La novedad por caso en la actualidad, es que aquello que se instala como tema tiene por extensión un régimen ubicuo de imágenes que son su corolario: imágenes que ya no tienen un correlato cierto y que existen como tales en un universo autoreferencial en donde la política, entre otras cosas, encuentra hoy su poder. Por fuera de este barullo, que por estos días incluso copó la escena de la música y del rock, dos estrenos locales se desmarcan del griterío generalizado y del sistema que pretende organizar una mirada exclusiva y excluyente.

 

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Perfect Days es el regreso a las pantallas del veterano cineasta alemán Win Wenders, que vuelve a Japón desde donde hace ya casi cuarenta años nos regalara Tokio-Ga. En ella, todos los días un empleado de una empresa que se encarga de la limpieza de baños públicos en Tokio, comienza su rutina rumbo a la gran ciudad en su pequeña furgoneta escuchando música en casets: Van Morrison, The Velvet Underground, Patti Smith, Ottis Redding, Nina Simone y Lou Reed acompañan a Hirayama, que con meticulosidad y un rigor extraordinario, limpia una y otra vez los mismos baños día tras día a lo largo de toda una jornada, interrumpida únicamente por los almuerzos en un parque, siempre en el mismo lugar. Al principio esta rutina no ofrece diferencias sustanciales, pero con el correr de los minutos y gracias a una operación de montaje que irá abreviando las repeticiones para detenerse en pequeñas variaciones, diferencias y acontecimientos, los días con sus noches se revelarán contenedores de pequeñas maravillas: una nube en el cielo, el reflejo en las hojas de un árbol, la pirueta de un linyera, la lluvia, el pedido de un compañero de trabajo, una sombra, una voz, un libro o un trago despiertan la mirada de Hirayama, y con ella un mundo en donde el valor de las cosas no se negocia, porque es inconmensurable. Sabremos en algún momento que Hirayama vive así por elección, que ese refugio de su mirada es tanto un privilegio como un acto de voluntad en busca de algo que no está allí para cualquiera, y en esa consciencia es que Wenders se desmarca de lo que podría ser el retrato de una clase, para poder interesarse en aquello que atañe al cine desde sus comienzos: el juego de las luces y las sombras, y de lo que existe entre ellas.

 

 

The Zone of Interest, de Jonathan Glazer, podría ser uno de los tantos reversos de lo anterior. Un fundido en negro da comienzo a la película con una música de una profundidad abismal y siniestra, dando paso a su vez una escena alegre a plena luz del día: una familia pasa el tiempo dedicada al ocio bajo el sol del verano. Los manteles extendidos sobre el pasto están bajo la atención de plácidas mujeres, los niños corren y juegan, un hombre los mira, los cuida y se baña en el lago. Toda la escena, como toda la película, sucede a la distancia. De regreso al hogar, y en el transcurso bucólico de los días que de algún modo se repiten en lo que pareciera ser una zona alejada de la ciudad, gritos, disparos y ruidos de toda clase se escuchan a lo lejos, mientras la vida transcurre apacible. En algún momento, una columna de humo ascenderá hacia el cielo. Estamos en la casa de Rudolf Höss, quien fuera el encargado de supervisar, administrar y dirigir el funcionamiento de Auschwitz, uno de los mayores campos de concentración que construyó el nazismo. Allí todo transcurre de espaldas a lo que acontece detrás del muro que separa la casa de la ingeniería de exterminio nazi. Comidas, fiestas y agasajos, la visita de algún familiar o la inminencia de un posible traslado son las variaciones y vicisitudes a las que está sujeta y sobre las que se debate la familia. Pereciera ser el simple transcurso de la vida. Pero la distancia de los encuadres tanto como la geometría de líneas rigurosas que construyen, determinan un espacio de cálculo y artificio para contener el curso cotidiano de los días, negándoles así a estos personajes un protagonismo y una vida por fuera del sistema del horror. Lo que persiste es el fuera de campo, el resplandor del fuego en la noche sobre la habitación de los niños.

 

Crítica de Matías Lapezzata

 

 

 

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