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Samalea abre el ciclo “Charlas informales”

12/04/2023

Fernando Samalea, reconocido artista argentino y uno de los bateristas más importantes del rock nacional, estará dialogando con el público de forma abierta e informal. La cita es el viernes 14 de abril, a las 20 horas, en el Auditorio de la Legislatura de Córdoba, con entrada en libre y gratuita.

Samalea formó parte de diversos proyectos musicales de Argentina y España, desde mediados de los años 80, tanto con la batería como con el bandoneón y la percusión. Entre ellos se destacan su participación en diez discos de Charly García, además de ser parte de formaciones lideradas por Gustavo Cerati, Daniel Melingo, Illya Kuryaki & The Valderramas, Andrés Calamaro, Los Gauchos Alemanes, Joaquín Sabina, Clap, Fricción y A-Tirador Láser, entre otros.

El músico, además, cuenta con una carrera solista que incluye varios discos de estudio en los que realiza una fusión de jazz con múltiples ritmos de diferentes partes del mundo. Es escritor, fotógrafo y un artista multifacético que está preparando su cuarto libro.

 

Flyer Samalea

 

Breves historias breves sobre la vida de Samalea contadas en primera persona

Texto 1

“…Mi acercamiento al mundo musical había sido completamente ilusorio. Ni sabía que los artistas ganaban dinero por tocar. Simplemente me apasionaba lo creativo del asunto. Dedicarse al rock tenía un dejo a contracorriente, ante todo.

Mis padres Sergio e Hilda me apoyaron de corazón, comprendiendo esos anhelos innatos, aunque para el común de la gente, en esos lejanos setenta, los rockeros fuesen vagos o delincuentes, propensos a todo tipo de excesos o de vicios… ¡Y la razón que tenían en pensarlo!

Fue como si un rayo nos hubiese tumbado del caballo. Ahí estaba el rock, para inventarse un mundo nuevo y diferente. Sin pérdida de tiempo, decidimos fundar el grupo Sandía Eléctrica junto con los hermanos Zambonini —Mariano y Santiago—, dos amigos muy queridos y vecinos del apartamento 20 del mismo Monoblock de Saavedra.

Sus padres también fomentaban nuestros sueños. Dirigían una agencia de viajes y turismo, contando con un privilegiado acceso a muchas maravillas del extranjero. En ese departamento vi por primera vez reproductores de video y preciadas filmadoras, máquinas fotográficas y aparatos tecnológicos inalcanzables, además de ropa de calidad, poco corriente en el vecindario. Mientras yo escuchaba ediciones nacionales en el Winco, allí lo hacían con un cálido sintoamplificador Marantz de display azul. Una delicia para nuestros inexpertos oídos, con discos importados de carátulas relucientes con olor a primer mundo.

Me movilizaba la magia que irradiaban los instrumentos. Ser novedoso y revolucionario a edad temprana era casi una obligación si se deseaba llevar una vida especial.

Lo que para algunos niños de antaño habría sido “el cafetín de Buenos Aires”, comenzaban a serlo tiendas musicales como Casa América, Daiam o Antigua Casa Núñez, con vidrieras plagadas de órganos, guitarras eléctricas y tambores Strikke Drums o Colombo, bajos Elka o Claravox y amplificadores Sunday, Laney, Citizen o Decoud, además de cámaras de reverberancia y pedales de efectos. “Totalmente en 40 meses sin anticipo”, rezaban los carteles. Codo a codo con los Zambonini, descubrimos disquerías con “sonidos de hoy” y “ruido joven”, para “gente actual”.

—Venimos del médico, ¡nos dio hepatitis! —dijeron un día al unísono.

—Uh, ¿hepa qué? ¿Qué es eso? ¿Es grave?

—Vamos a tener que estar en cuarentena, sin poder ver a nadie por un tiempo.

—Uh, qué bajón…

Dado el carácter contagioso de la enfermedad, los hermanos se mantuvieron encerrados en su casa. Para seguir adelante, nos comunicábamos por cartas de puño y letra. Arrogante y orgulloso, con mis ocho años a cuestas, les escribí:

“Ya está, somos Sandía Eléctrica. Ahora solo nos falta comprar los instrumentos y aprender a tocar…”.

 

Fernando Samalea - OYR

 

Texto 2

“…Me fascinaba viajar solo en colectivo. Solía tomar el 15 en el Puente Superi de la Gral. Paz, desde el Monoblok de Saavedra donde vivía con mis padres, para ir a visitar a mi abuela Irma a Caballito. Bajaba del mismo luego de una hora y cuarto, en Avenida La Plata y Tejedor, tras alternar lecturas de libros de Julio Verne, Charles Dickens, Jack London y Emilio Salgari (¡O revistas “Patoruzito”!) con contemplaciones por la ventanilla, que siempre deparaban sorpresas.

De esos esporádicos regresos a mi antiguo barrio, recuerdo el primer beso, con una chica coreana llamada Mi Kyung. Toda una excentricidad, en tiempos donde la inmigración asiática era casi nula en Buenos Aires. ¡Estaba sin saberlo a la par del mismísimo John Lennon!

Nos conocimos en un negocio de la cuadra y generamos una linda afinidad. Ella usaba una boina de hilo blanco y me parecía relinda. Cada tanto surcábamos calles conocidas a paso lento, desiertas en horas de la siesta, para charlar y reír sobre cosas superfluas.

Románticos, íbamos del otro lado de la Avenida José María Moreno, donde había un bonito barrio inglés de casas homogéneas y elegantes chalets, con tejados a dos aguas, buhardillas y leones o dioses grecorromanos decorativos en los portales. En medio, se alzaba la Escuela Antonio Zinny. De formato circular, seguía el curso en redondo de las calles Igualdad y Salas, cuyas rejas con enredaderas ofrecían la mejor intimidad para que dos casi niños pudiesen compartir caricias y abrazos a resguardo del reto del mundo adulto. Como mis intenciones y, creo, las de ella, eran idénticas, esa vez nos besamos durante varios minutos, que sonaron a eternidad.

-¡Me gusta, tu boca parece un flan! – le dije.

-¡La tuya también!

En otras ocasiones, caminábamos junto a mis amigos Claudio, Gustavo y Daniel rumbo al Parque Chacabuco por la Avenida Asamblea, colmada de tintorerías, veterinarias, cafés, garajes públicos y fruterías de toldos verdes y blancos. La modalidad dictaba obsesionarse con ciertos edificios de esos primeros setenta, como el imponente de la esquina de José María Moreno, donde una tarde ingresamos sin permiso para tomar el ascensor y contemplar la ciudad desde su terraza, sorteando todo tipo de amenazas.

O transitábamos la elegante Beauchef, con casas de jardines coloridos y vistosos medidores de gas, desde Tejedor hasta el Parque Rivadavia, tomando por la arbolada Pedro Goyena y sus mansiones de capiteles sofisticados.

Por entonces ya estudiaba batería con Jorge Orlando, tenía el grupo Sandía eléctrica con los hermanos Zambonini y entrenaba con las divisiones inferiores del C.A. Platense, así que la música, el fútbol y los libros eran mi pasión.

Instalándome unos días en la casa de mi abuela, sentía crecer mi “independencia” y los nuevos descubrimientos: en la biblioteca que había pertenecido a mi tío Santiago encontré un libro de tapas duras rojas, llamado “Más allá del Río das Mortes”. Documentaba la incursión de un matrimonio de médicos uruguayos -los Fabré- al Mato Grosso, durante la década del cincuenta.

Al parecer, ellos convivieron durante un año con la temida tribu Xavante en plena selva, siendo los primeros blancos en regresar con vida para poder contarlo. Esos guerreros milenarios vivían como en la Edad de Piedra, de manera nómade y sin contacto con la civilización.

En un alarde tecnológico, los médicos habían registrado mucho material con una pesada cámara de cine de 35 mm. De forma milagrosa, trasladaron costosos equipos en minúsculas canoas por ríos rápidos que atraviesan la selva, poniendo en vilo tanto el destino de dichas filmaciones como sus existencias. Sobrevivientes, confesaron que los cazadores xavantes se habían apiadado de ellos solo porque nunca habían visto a una mujer de tez blanca.

Luego de hojearlo largo rato en el escritorio, llamé desde el teléfono negro a mi tío, para consultarle sobre ese libro olvidado y, generosamente, me lo regaló de palabra. Al día siguiente regresé a Saavedra, nuevamente en el colectivo 15, sentado en el asiento de la rueda, sin despegarme ni un segundo de esas páginas fascinantes.

Fui aprendiendo sobre extraños rituales, pinturas de urucum, aldeas madres, animales, vegetaciones exóticas, costumbres aborígenes y el tenebroso acecho de la boa constrictor…”

 

 

Texto 3

Buenos Aires, 19 de abril de 2005.

¡El mundo al revés!: Charly percutiendo sobre mis humildes melodías de bandoneón, en el Teatro Alvear de la Avenida Corrientes.

Esa noche pude mostrar mi flamante álbum “Alhambra”. Las entradas baratas, que muchos estudiantes solían aprovechar, permitieron una sala llena. El baterista Juan Pablo Jacinto, la tecladista Ana Cámera y mi ex coequiper de IKV Fer Nalé conformaron la base, más selectos invitados como el Zorrito Quintiero, la Lizarazu, María Ezquiaga, Kabusacki, Antonio Russo y Lucía Costa.

Incondicional, García apareció hecho una tromba, se sumó en “Psicomágico” y “Arcano sin nombre” y luego hicimos sus canciones “No soy un extraño”, “Fanky” y “Anhedonia”, con un solo de guitarra suyo. Bajó del escenario sonriente, polera negra y pipa en la boca, entretenido con la situación atípica.

—¿Qué opinás del tango eléctrónico? —lo abordó un periodista.

—¡Que es un tanguero en una silla eléctrica!

 

 

Extractos del  primer libro autobiográfico de Fernando Samalea “Que es un Long Play”, Sudamericana, 2015 y  “Mientras otros duermen”, Sudamericana, 2017, que se encuentran junto a las fotos  en los posteos que el músico hace en su Facebook personal.

 

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